“Este es un ataque no sólo a la gente de París; no sólo
al pueblo francés, sino a todos nosotros.” Palabras más, palabras menos, esto
es lo que han expresado el presidente Obama, la canciller Angela Merkel y
varios líderes más en torno a los atentados del viernes en la capital francesa.
El significado y la importancia de estas palabras van mucho más allá de la
solidaridad o la empatía. Sí, es un ataque a todos nosotros porque nos indigna,
porque sentimos el dolor de quienes perdieron la vida esa noche, pero es, sobre
todo, un ataque a nuestra forma de vida, a los ideales que nos identifican, a
los fundamentos mismos de nuestra civilización.
Nuestras sociedades, democráticas y liberales, tienen sus
cimientos en los valores promovidos por la ilustración y consagrados en la
Revolución Francesa. El país galo es, por tanto, la cuna de nuestro sistema
político y nuestra forma de organizarnos en sociedad. Es también, por su
republicanismo y su defensa de los derechos humanos, la expresión más acabada
de este modelo civilizatorio. Y en el centro de esta cosmovisión está París. La
ciudad luz es el vértice en el que confluyen los ideales de libertad, igualdad
y fraternidad. Quien lanza un ataque sobre París, hiere también a cuantos vemos en ella un emblema de lo que, como humanidad, podemos llegar a ser.
Ante la brutalidad
de estos actos, el miedo y la indignación son comprensibles. No debemos minimizar
lo ocurrido. Pero nuestra respuesta debe, ante todo, honrar los valores que nos
definen. Adoptar el discurso de la división y el encono; hacer nuestro el tono
confrontacional de quienes ven el mundo en sólo dos tonalidades y encuentran en
la guerra una cualidad divina, sería renunciar a los principios que nos hacen
lo que somos y caer en la trampa del extremismo.
En este sentido es preocupante el lenguaje que han
utilizado algunos personajes al referirse a lo ocurrido, entre ellos el
presidente Hollande, quien se ha expresado en términos de una “guerra sin
cuartel” y una persecución “sin piedad” que cimbrará el miedo entre los
culpables de estos actos. Este lenguaje (tan similar al de George W. Bush en su
momento), de corte bélico, sólo consigue echar leña al fuego de la xenofobia y
la intolerancia.
Está claro que sobre los autores de los ataques, aquellos
que no tomaron la vía cobarde terminando con sus propias vidas, deberá caer
todo el peso de la ley, para esto hemos creado instituciones de justicia y un Estado de derecho. Deberán ser juzgados y
recibir el castigo correspondiente, así hacemos las cosas en democracia. Pero
hablar de una guerra y de atacar sin piedad es otorgarle al racista y al
violento la justificación que necesitan para cometer actos deplorables en
nombre de una mal entendida retribución.
Si los ánimos se salen de control y el intolerante quiere
hacer justicia por su propia mano, los receptores de esta ola de violencia
serán, sin duda, los miles de migrantes y refugiados musulmanes que hoy habitan
el territorio francés, quienes, hay que subrayar, dejaron sus países huyendo
precisamente del Estado Islámico y agrupaciones similares.
Debemos mantener la cabeza fría ante la barbarie y evitar
caer en la tentación del nacionalismo, aquel sentimiento ramplón que, alimentado
de prejuicios, sólo consigue multiplicar el odio y la violencia[1]. Como occidentales, como
liberales, debemos estar orgullosos de nuestra apertura; de la
multiculturalidad que nos enriquece e inyecta vitalidad a nuestras sociedades,
y debemos evitar toda expresión de odio y división como las que promueven Le
Pen y su Front National en Francia –al
igual que Trump, Arpaio y Coulter en EEUU–. Lo ocurrido en París pone a prueba la fortaleza de nuestras convicciones y la congruencia con la que las
defendemos.
A los extremistas los ofenden nuestras libertades,
utilizan el terror en un esfuerzo por arrebatarnos la libertad de salir a tomar
una copa con los amigos o de asistir a una sala de conciertos; desprecian
nuestra libertad de pensar y decir lo que queramos, de elegir la vestimenta que
más nos acomode o adorar al dios de nuestra elección –o rehusarnos a hacerlo–.
Lo mejor que podemos hacer en estos casos es reafirmar y celebrar esas
libertades. Dejarse intimidar o sumirse en una guerra sin cuartel (como la que
emprendió EEUU tras el 9/11) sería hacer el juego a los salvajes y rebajarse a
su nivel.
[1] Ya advertía Schopenhauer sobre los peligros que entraña el nacionalismo cuando
tachaba de imbécil execrable a todo aquel que se vanagloriase de la nación a la
que pertenece por casualidad.